Cuando empecé a escribir “Makuba”, lo hice impulsada por una noticia que, años antes, había leído en un periódico, que me dejó impresionada y con muchas preguntas pendientes. El artículo se llamaba “La Guerra del Coltán”.
Desde entonces, he buscado material y documentación sobre la problemática de la explotación de los minerales de sangre en África y sobre la relación entre la guerra interminable y el hambre perpetua del continente cuna de la raza humana, que se intercalan formando un trenzado tan amplio, que la mera fachada de las noticias que nos llegan a ráfagas hasta Occidente, es una nimiedad comparada con la trastienda de intereses económicos, comerciales, políticos y estratégicos, en los que tienen más que ver las grandes industrias multinacionales, tanto europeas como estadounidenses y sus socios políticos.
El Congo me atrapó investigando su historia, su geografía y su política y decidí entonces narrar lo que acontece en uno de los países más hermosos y ricos de la tierra en todos los sentidos: riqueza mineral, riqueza hidráulica, riqueza en biodiversidad, riqueza paisajística, riqueza cultural… y en la que malviven los habitantes más pobres, hostigados y masacrados del planeta. Me convertí para ello en Marta Mingot y poco después, di parte de mi espíritu a Pablo Coloma; fueron ellos los que me enseñaron los recovecos de un mundo atroz y olvidado.
Dentro del agujero, excavado en el suelo y apuntaladas la paredes con tablones de madera para prevenir su derrumbe, estaba completamente oscuro, había mucha humedad y las cuatro mujeres se sentaron con las piernas flexionadas y pegadas unas a otras por la falta de espacio. Las cuatro temblaban de miedo y sudaban copiosamente. Miraban hacia el techo buscando una rendija de luz inexistente y no se atrevían a emitir el más leve ruido. El aire estaba enrarecido y Marta notaba que le faltaba el oxígeno, se estaba mareando y luchaba por no dejarse caer sobre la muchacha embarazada que se encontraba a su derecha. Su vientre abultado se movía en ligeros latidos por el lado en el que Marta presionaba con su cuerpo y la futura madre trataba de recolocarse incómoda y sin espacio.
Los ruidos y las voces procedentes de arriba les llegaban amortiguadas. Los disparos, que había confundido con petardos, se sucedían como ráfagas. Sonó un golpe fuerte sobre ellas y ahogaron un grito tapándose la boca con las manos. Sus cuerpos temblaban sin control. Marta jamás había sentido tanto miedo y creyó que ese era el último día de su vida.
Al cabo de un rato se hizo el silencio. No se atrevían a moverse, a pesar de que sentían calambres en las piernas. De pronto oyeron el chirrido de la compuerta que comenzaba a abrirse poco a poco. Se apretaron aun con más fuerza unas a otras con los ojos fijos en el haz de luz que se iba ampliando por momentos, temiendo que aquellos asesinos fuera de control mostraran su cara de repente.
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